28 junio 2012

Montaña, llano, desierto y río - Inma Martí Seves

Yohannan fue toda su vida alguien muy especial.  Nació en la montaña. Terreno agreste y rocoso en aquella época.   Su padre no trabajaba ese día y lo disfrutó en grande.  Su madre era joven, si lo miramos desde nuestros criterios; pero en su sociedad y cultura era ya una mujer mayor.

Todos esperaban que el niño al crecer siguiese lo establecido, que heredase el puesto de su padre, un derecho, un privilegio y también un deber.  Pero no.  Ni tan siquiera el nombre.   A sus padres les costó aceptar esto.  Sin embargo, no podrían nunca olvidar que todo en Yohannan había sucedido de forma extraordinaria, incluso antes de que nadie pensara en su existencia.   Una vez más les quedaba aceptar y confiar,  y lo hicieron siempre con todo su amor, a pesar de lo desfavorable de las apariencias, sorprendiendo a propios y extraños.  Tan sobrecogidos estaban de cómo había sucedido todo desde aquel día, en que incluso el padre perdió el habla.

Su primo, unos meses más joven, nació bastante cerca de allí; pero creció y maduró en una zona más llana, entre pequeñas colinas, una tierra  muy fértil, casi como un inmenso jardín lleno de cultivos, no lejos de un pequeño mar donde también abundaba la pesca.  Su familia no vivió de ninguna de estas dos principales actividades de la región.  Su madre era bastante joven.  Mujer decidida, creyente como la que más.  A su padre no le faltaba el trabajo ni el sustento, no es que tuviese la vida asegurada pero tampoco vivían en precario.    Así fue durante unos años.  Yeshua, que no pensaba en casarse ni formar su familia de momento, aprendió el oficio de su padre y trabajó con él.

Pero antes de eso, Yohannan y Yeshua fueron niños. No sé si se vieron o se visitaron, me gusta imaginar que tuvieron algunas ocasiones de jugar juntos, como ya han imaginado otros.  Lo que sé es, que de adultos se tuvieron un gran aprecio mutuo.  Y esto, siendo totalmente diferentes. 
Yohannan, de la montaña y después del desierto.  Yeshua, del vergel y después del río o del lago.  Aunque a decir verdad, sí que llegó a visitar el desierto (¿o fue por él visitado?) pero quedó esto en una prueba superada, avistando un nuevo horizonte.  Tuvo que atravesarlo, ciertamente, y en más de una ocasión.  Yohannan, en cambio, se instaló allí.  Y sólo visitaba el río algunas veces.  Allí lo esperaban sus admiradores, gentes llenas de esperanza y deseosas de cambio, que lo escuchaban con el corazón encendido.  Él tenía que hacer algo, así que empezó a bautizar.  Para ellos eso era muy importante y acudían en grandes grupos a ese ritual.  ¿Por qué entonces él no aprovechó y se los llevó a todos al desierto, a seguirle?

Porque tenía un hondo secreto.  Que esperaba ver resplandecer muy pronto.  Su madre se lo había contado sólo una vez.  Y fue como poner palabras a algo que él ya sabía desde siempre y llevaba muy adentro.  Un salto de alegría, antes de que su cerebro se lo supiera ordenar.  Sí, más que eso: un estremecimiento del todo incomprensible a la razón.  Ahí estaba con él ya desde entonces.  Él era de la montaña y del desierto, pero sabía que en el río le esperaba por fin la revelación de ese misterio que le había acompañado toda su vida.  Los rumores que empezó a oír se lo confirmaron, alguien llegaba con noticias de la aldea cercana.

¿Tuvieron ocasión de hablar mucho, algo, sólo un poco, los dos parientes?  Algo que tampoco sé; unas breves frases nos han quedado.   Pero la estima que se tenían traspasa todos los tiempos y rompe todos los estereotipos.  No era el cariño de la consanguinidad.  Tampoco, posiblemente, el aprecio de la amistad, aunque gozara de algunos de sus rasgos.  Los dos sabían, aunque sin palabras, que esta efusión espiritual compartida no se igualaba a nada.  Y esperaban que llegase el instante de su culminación.  Para ambos, la escucha, la oración, el estar atentos, fue esencial y así se encontraban interiormente preparados para este momento.  Una mutua admiración, que se hace anuncio en la boca de uno;  que se traduce en humilde participación con todos, en la fila del bautista, en el Otro;  una pequeña vacilación en aquél, una decidida certeza que sobrepasa todo razonamiento en Éste… llega el sobrecogimiento, signo de que algo nuevo va a nacer…

…Y Dios se muestra, radiante y secretamente a la vez, en los corazones que saben ver, que saben escuchar, en quienes permanecen  sin huir del Misterio, en confianza y amor, dejando que Éste destile lo mejor de cada uno para los demás…

Con un abrazo lleno de cariño, en la esperanza de que esto se nos vaya haciendo experiencia en nuestras vidas.




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